Soy una persona introvertida. No suelo hablar con nadie, y menos con personas que no conozco. En cambio, soy muy observador. Me encanta tomar notas mentales de todos los detalles que ocurren a mi alrededor. Para fomentar esa distracción suelo ir a parques públicos y pasar la tarde sentado en un banco observando a los transeúntes o a los niños jugando en los columpios. También voy a bares y restaurantes concurridos. Me gusta comer solo, arrinconado en una esquina, mientras disfruto de la discusión que mantiene la pareja de enfrente o de la típica familia feliz celebrando el cumpleaños de su hijo pequeño.

Las relaciones públicas no son lo mío, lo decidí hace tiempo. La culpa la tuvo aquel niño de mi clase que se reía de mí y me pegaba. Si yo era más guapo, ¿cómo podía afectarme que me insultara llamándome feo? Pues lo conseguía, haciéndome sentir como una mierda. Y no mejoraba nada la situación que me asestara empujones y patadas mientras sus lacayos se jactaban con sus macabras burlas. ¿Os parece una triste historia? Entonces escuchad el resto. Mi madre murió cuando yo tenía cinco años de una sobredosis y a mi padre lo enchironaron por juguetear sobre la delgada línea del juego y las drogas. Tenía enemigos por doquier a los que les debía mucho dinero. Acudían a nuestra casa a darle ultimátum. De cuando en cuando, me daba palizas de manera gratuita. Tal vez aquello lo tranquilizaba.

Ahora ya no mantengo ningún tipo de contacto con él, ni con el cabrón que me hizo la vida imposible en el colegio ¡que los zurzan a los dos! Me considero un visionario y tengo muchos proyectos en mente. Actualmente estoy montando una tienda de máscaras. Opino que es un buen negocio que va a juego con mi personalidad y que te oculta de todo el mundo. Con ellas, puedes ver sin ser visto, espiar. ¡Es genial! La idea se me ocurrió a mi solito, sin ayuda de nadie jiji.

Intento que mis modelos queden lo más naturales posible y que cada cliente tenga la opción de debatirse entre varios artículos, encajando perfectamente con su personalidad. Además, dispongo de una gran cantidad de proveedores y, lo más fascinante, es que no tengo que intercambiar palabras telefónicamente con nadie o acudir a aburridas reuniones. Lo hago todo a través de internet sin necesidad de moverme de casa. Si no, ¿para qué se inventaron las redes sociales? En ellas mi percepción sobre la vida cambia completamente. Me considero el rey, el Dios de la palabra. Lo que nunca he tenido y siempre he anhelado.

De hecho, ahora mismo estoy sentado en mi sofá tomándome un whisky. El timbre sonará en cualquier momento, son las 17.58 y he quedado con un proveedor a las 18.00. Mientras espero, me da tiempo a meterme una raya. No os preocupéis que yo controlo, es algo que aprendí de mi padre. Me ayuda a perder la vergüenza porque, al final, para cerrar el trato tengo que intercambiar al menos un par de memeces.

Las 18.02. Se retrasa. Levanto la vista y observo la colección de máscaras colgadas uniformemente en la pared del salón.

Las 18.05. «¡Qué impuntual es la gente!», pienso con amargura. Con lo que a mí me gusta controlar hasta el mínimo detalle.

«Ding dong»

A las 18.07 suena el timbre y me dirijo hacia la puerta algo nervioso. A pesar de que la cocaína me ha hecho efecto, noto cómo me sudan las manos. En breves instantes mantendré una conversación con un ser humano, como si aquello fuera una hazaña épica. Menos mal que en el mueble del recibidor tengo preparado desde esta mañana el trapo con el bote marrón destapado. ¡Eso sí que me da tranquilidad!

Al abrir la puerta me topo con una adolescente de cabello rojizo y rizado. Es bajita y su oronda cabeza encaja perfectamente con su rechoncho cuerpo, como un muñeco de nieve.

—Mmm… —duda sin saber qué decir. Su rostro va adquiriendo el color atemperado del rojo. Está completamente avergonzada. Menos mal que me salen las palabras y la ayudo a descifrar el enigma que se le ha planteado.

—¿B-buscas a mi hijo? —digo en tono jovial. Ella me mira sin comprender nada, a lo que yo añado—. ¿Cupido20?

Al fin parece entender y asiente ligeramente con la cabeza al mismo tiempo que esboza una sonrisa nerviosa. Ella esperaba que cupido20 fuera un joven de veinte años, con los ojos azules y el pelo rubio repeinado hacia un lado. No obstante, aparezco yo, un cincuentón insulso y desgarbado. Si estaba asustada o confusa no se lo reprocho.

Parece que la vergüenza se diluye de sus grasientos mofletes. El grado extremo del rojo comienza a descender con sutileza hasta asentarse en un ligero tono rosado.

—A-adelante —le insto a que entre—. N-no te p-preocupes, yo me m-marcho ya. Os d-dejaré… solos.

Me costó un mundo pronunciar aquella última frase. Estaba sudando como un cerdo y ella se había percatado. Aun así, accede al interior de mi casa. Cuando cierro la puerta, agarro el bote marrón y vierto un generoso chorro de líquido sobre el paño. Me aproximo a ella sigilosamente por detrás y le susurro al oído:

—¿LauLaurita16?

No le da tiempo a reaccionar cuando le tapono la nariz y la boca con el paño humedecido por el cloroformo de mi tan venerado bote marrón. Se desmaya y la poso con suavidad en el suelo. Contemplo su regordeta cara y pienso que era la que me faltaba. Examino mis obras de arte, mis creaciones, mis artículos de lujo… y fijo la vista en un hueco libre que he dejado expresamente para ese rostro. Las herramientas para llevar a cabo la extracción las tengo preparadas encima de la mesa del comedor. He forrado los alrededores con plástico que me sobró de la última vez que pinté para evitar las manchas de sangre. ¡Las odio! Son pringosas, intensas y cuestan sudor y lágrimas hacerlas desaparecer para siempre. La policía usa esos infalibles rayos ultravioleta para detectarlas.

Cojo a LauLaurita16 por los tobillos y la arrastro hasta el salón. La levanto y la acomodo sobre la mesa, junto a las herramientas punzantes que pronto la despojaran de su cara. «Es mi última pieza», pienso mientras me enfundo las manos en unos guantes de látex. Estiro de uno de ellos y me suelta un pequeño latigazo. Me encanta ese chasquido, lo he visto hacerlo miles de veces en las películas.

Agarro el bisturí y…